Cómo llegar a 200 m/tn sin incentivos para una mayor producción

Por Alberto Llobel – Periodista Agropecuario

El Ministerio de Agricultura de la Nación lanzó una iniciativa por la cual se propone elevar a 200 millones de toneladas la producción de cereales, oleaginosas y legumbres durante la próxima década.
Un proyecto ambicioso que, sin embargo, contrasta con la realidad y las políticas que viene instrumentando el Gobierno, que lejos de fomentar una mayor producción desalienta las inversiones, el desarrollo tecnológico y mina la confianza y la certidumbre.
El país atraviesa una de las mayores crisis económicas de la historia, potenciada por una pandemia y una restricción de numerosas actividades, cuyas secuelas son cierres de comercios, aumento del desempleo, la pobreza y la indigencia.
A esto se suma el déficit fiscal, un gasto público creciente con emisión monetaria, un enorme costo de la política y una inflación difícil de contener.
La imperiosa necesidad de que ingresen dólares para poner en marcha la rueda productiva ubica al sector agropecuario en primer plano, porque es el de mayor dinamismo en la generación de divisas.
Por eso, el Gobierno apuesta a una mayor producción y a un incremento de las exportaciones para reforzar las escuálidas arcas del Estado.
No obstante, para lograr ese propósito se necesita un marco de previsibilidad, reglas claras, un plan estratégico de largo plazo y medidas de aliento a los sectores productivos, con una menor carga tributaria.
Se debe advertir que el ala más dura de la coalición gobernante tiene un sesgo anti-campo que se evidencia desde 2008 y que aún perdura con las declaraciones de algunos funcionarios.
El presidente Alberto Fernández intentó -sin demasiado éxito- diferenciarse y revalorizó el rol del campo. A pocos días de asumir se reunió con la Mesa de Enlace con la garantía de profundizar el diálogo y buscar consensos.
Pero de manera inconsulta, ante la necesidad de “caja fácil”, volvió a cometer los mismos errores del pasado, con la decisión de subir los derechos de exportación en medio de una campaña agrícola que se había planificado con otro escenario.
Cabe destacar que las retenciones se instauraron como una medida extraordinaria, con la promesa de que iban a caducar con el tiempo, pero parecen condenadas a perpetuidad al igual que otros impuestos llamados “excepcionales”.
Más allá de ser un mal impuesto, no tiene en cuenta la rentabilidad y alcanza a todos por igual, sin importar si al productor le fue mal por la sequía o distintos eventos climáticos.
Los derechos de exportación agravan la asfixiante presión impositiva, que puede hacer eclosión con el “impuesto a la riqueza”, que tampoco mide rentabilidad sino patrimonio, afectando el capital de trabajo.
Un capítulo aparte merece la irracional brecha cambiaria, donde un productor necesita el valor de casi 3 “dólares-soja” (el precio oficial menos el porcentaje por retenciones) para comprar, por ejemplo, un billete verde de contado con liqui.
La falta de financiamiento también conspira contra el objetivo de una mayor producción, ya que el Gobierno prácticamente desplazó al sector agrícola de los créditos a tasas del 24 por ciento.
El campo reafirma, una vez más, que está dispuesto a aumentar su producción, pero necesita de condiciones mínimas para desarrollar su actividad, porque como advirtió la Mesa de Enlace “la imprevisibilidad y la incertidumbre no permiten que podamos pensar nuestras perspectivas a futuro”.